jueves, junio 19, 2014

Yrian

        Alto, corpulento y hermoso. Yrian solo era otro guerrero más dentro de la hermandad dónde se encontraba. Era época de saqueos y el Jarl había propuesto volver a saquear los pueblos cristianos de la costa este. Hacía dos estaciones que el pueblo de Yrian había sido liderado por ese mismo Jarl y habían obtenido un gran botín. Todo auguraba que sería de la misma forma. Entrarían, arrasarían con las débiles creencias cristianas, tomando y poseyendo todo lo que se les antojasen. Comida, oro, mujeres... todo lo que se pusiera por delante. Ellos eran vikingos, los hijos de Midgard. Vivían, luchaban y morían para que las valquirias pudieran acoger sus almas en el más allá, al lado del padre Odín. Y aquellos saqueos sería un motivo más morder una de las manzanas de Idunn y elevarlos como a dioses.
        Pero no contaban con la cobardía cristiana. Los pueblos costeros que habían saqueado, ahora estaban escondidos por sólidos muros de madera desde donde se veían fácilmente sus drakkars.  Podían defenderse con aquellas armas a distancia que lanzaban saetas y de las cuales, no dependían por el valor o la fuerza, lo que determinaba el desenlace era mera suerte. Aquella incursión fue desastrosa, muchos de sus hermanos de armas perdieron la vida y el propio Yrian fue herido por una saeta, cerca del corazón. El curandero del Jarl cuando pudo atenderle le dijo que no podía hacer nada por él. Las armas cristianas no mataban directamente, sino que provocaban infecciones que no se podían tratar con los medios de los que disponían en esos momentos. Sin hiervas, ni otros expertos druidas, el curandero del Jarl no podía hacer nada por Yrian.
        Para él, aquello era una deshonra. Un ultraje a su honor. Las valquirias no acogerían su alma ni lo elevarían al Valhala por no haber caído en combate de forma rigurosa. De vuelta a la aldea, no era la herida lo que más le dolía a Yrian, si no su honor y su gloria arrebatada. El nórdico guerrero cada vez estaba más consumido por su herida. Su mujer Hervör, lo miraba con preocupación y pena cada día que pasaba, viendo a su marido más muerto que vivo. Una mañana uno de los sacerdotes de Odín le sugirió que aún si sufría, si aún la infección de la herida no había acabado con él, entonces seguía luchando en la batalla contra los cristianos. Yrian sonrió, podría ascender con los dioses.
        Aquél mismo día, preparó todo, dejando que sus hermanos le hicieran la embarcación. Él por su parte, se limpió el cuerpo, incluida la sucia herida de la flecha. Se despojó de toda la ropa y fue saludando uno a uno a sus hermanos de armas, antes de subirse al Drakkar, donde su mujer le estaba esperando. La herida había vuelto a supurar cuando la embarcación comenzó a flotar sobre las aguas del lago, alejándose del que un día había sido su hogar. Observó todo lo que tenía a su alrededor, sus pertenencias. Su vista se fue posando por todas las cosas que habían tenido algún valor para él. El abrigo de pieles que su padre le regaló cuando marchó del poblado donde se crió. Los cálices de oro con incrustaciones que había conseguido en una de las incursiones que había hecho con el anterior Jarl. A su hermosa mujer, que atenta, limpiaba su herida con dedicación. Sonrió antes de besarla, y decirle lo mucho que la quería. Observó con cariño las armas que le habían acompañado en innumerables batallas. Agarró una de ellas y se puso en pie. Se colocó dando la cara a la orilla donde el pueblo los observaba expectantes. Alzó una de sus hachas y profirió un rugido de batalla que hubiera hecho encoger de miedo a cualquiera de sus enemigos.
        Al instante, una salva de flechas de fuego comenzaron a surcar los cielos en busca de Yrian. La mayoría fallaron, algunas, prendieron fuego en la madera de la nave y una se clavó en su hombro. El vikingo, no sintió dolor, o pena, o tristeza. Su cara mostraba otra cosa. Alegría. Pronto estaría bebiendo hidromiel con los dioses y sus hermanos caídos. Alzó de nuevo su hacha, y volvió a hacer la señal, para que una lluvia de flechas cubrió el cielo con el rojo del fuego, impactando de forma más certera en su objetivo. El rugido de Yrian volvió a sonar una tercera vez, hasta que el fuego purificador ahogo sus grito. El guerrero al fin pudo descansar en paz.

        

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