Alto,
corpulento y hermoso. Yrian solo era otro guerrero más dentro de la hermandad
dónde se encontraba. Era época de saqueos y el Jarl había propuesto volver a
saquear los pueblos cristianos de la costa este. Hacía dos estaciones que el
pueblo de Yrian había sido liderado por ese mismo Jarl y habían obtenido un
gran botín. Todo auguraba que sería de la misma forma. Entrarían, arrasarían
con las débiles creencias cristianas, tomando y poseyendo todo lo que se les
antojasen. Comida, oro, mujeres... todo lo que se pusiera por delante. Ellos eran
vikingos, los hijos de Midgard. Vivían, luchaban y morían para que las valquirias
pudieran acoger sus almas en el más allá, al lado del padre Odín. Y aquellos
saqueos sería un motivo más morder una de las manzanas de Idunn y elevarlos
como a dioses.
Pero
no contaban con la cobardía cristiana. Los pueblos costeros que habían
saqueado, ahora estaban escondidos por sólidos muros de madera desde donde se
veían fácilmente sus drakkars. Podían
defenderse con aquellas armas a distancia que lanzaban saetas y de las cuales,
no dependían por el valor o la fuerza, lo que determinaba el desenlace era mera
suerte. Aquella incursión fue desastrosa, muchos de sus hermanos de armas
perdieron la vida y el propio Yrian fue herido por una saeta, cerca del
corazón. El curandero del Jarl cuando pudo atenderle le dijo que no podía hacer
nada por él. Las armas cristianas no mataban directamente, sino que provocaban
infecciones que no se podían tratar con los medios de los que disponían en esos
momentos. Sin hiervas, ni otros expertos druidas, el curandero del Jarl no
podía hacer nada por Yrian.
Para
él, aquello era una deshonra. Un ultraje a su honor. Las valquirias no
acogerían su alma ni lo elevarían al Valhala por no haber caído en combate de
forma rigurosa. De vuelta a la aldea, no era la herida lo que más le dolía a
Yrian, si no su honor y su gloria arrebatada. El nórdico guerrero cada vez
estaba más consumido por su herida. Su mujer Hervör, lo miraba con preocupación
y pena cada día que pasaba, viendo a su marido más muerto que vivo. Una mañana
uno de los sacerdotes de Odín le sugirió que aún si sufría, si aún la infección
de la herida no había acabado con él, entonces seguía luchando en la batalla
contra los cristianos. Yrian sonrió, podría ascender con los dioses.
Aquél
mismo día, preparó todo, dejando que sus hermanos le hicieran la embarcación.
Él por su parte, se limpió el cuerpo, incluida la sucia herida de la flecha. Se
despojó de toda la ropa y fue saludando uno a uno a sus hermanos de armas,
antes de subirse al Drakkar, donde su mujer le estaba esperando. La herida
había vuelto a supurar cuando la embarcación comenzó a flotar sobre las aguas
del lago, alejándose del que un día había sido su hogar. Observó todo lo que
tenía a su alrededor, sus pertenencias. Su vista se fue posando por todas las
cosas que habían tenido algún valor para él. El abrigo de pieles que su padre
le regaló cuando marchó del poblado donde se crió. Los cálices de oro con
incrustaciones que había conseguido en una de las incursiones que había hecho
con el anterior Jarl. A su hermosa mujer, que atenta, limpiaba su herida con
dedicación. Sonrió antes de besarla, y decirle lo mucho que la quería. Observó
con cariño las armas que le habían acompañado en innumerables batallas. Agarró
una de ellas y se puso en pie. Se colocó dando la cara a la orilla donde el
pueblo los observaba expectantes. Alzó una de sus hachas y profirió un rugido
de batalla que hubiera hecho encoger de miedo a cualquiera de sus enemigos.
Al
instante, una salva de flechas de fuego comenzaron a surcar los cielos en busca
de Yrian. La mayoría fallaron, algunas, prendieron fuego en la madera de la nave
y una se clavó en su hombro. El vikingo, no sintió dolor, o pena, o tristeza.
Su cara mostraba otra cosa. Alegría. Pronto estaría bebiendo hidromiel con los
dioses y sus hermanos caídos. Alzó de nuevo su hacha, y volvió a hacer la
señal, para que una lluvia de flechas cubrió el cielo con el rojo del fuego,
impactando de forma más certera en su objetivo. El rugido de Yrian volvió a
sonar una tercera vez, hasta que el fuego purificador ahogo sus grito. El
guerrero al fin pudo descansar en paz.