Jamás
pensé que volvería a verte. Nunca. Ni en mis días más optimistas pensé siquiera
que volverías. No estaba en mis mejores pronósticos volverte a encontrar. Pero…
cuando peor estaba, cuando ni si quiera me acordaba de ti volviste a mi vida.
Llenaste de color un mundo que fundía a negro, dando una nueva perspectiva.
Y es
que el encuentro para mí supuso mucho. Mucho más de lo que piensas, mucho más
de lo cabría de esperar. Fue un rayo atravesando las nubes grises y disipando
la incertidumbre. Fue sentir el fuego arder allí donde no había ni ascuas para
avivarlo. Una revelación en forma de sonrisa distraída.
Yo
caminaba con prisas por la vida. No recuerdo bien a dónde, tampoco tiene
importancia. Entonces miré hacía allí. Hacía aquella iglesia gótica, cincelada
en el aire por tinta china de un negro estelar. Allí, entre la niebla de dónde
tendría que estar el camposanto, estabas tú. Con tu familia, sentadas en
aquellas mesas victorianas de metal, rodeadas por la verja oxidada. Me paré,
era imposible que hubiera hecho otra cosa diferente. Me paré y te observé.
¿Eras tú? No lo podía creer. Pum pum. Eras tú. Miré la hora. Llegaba tarde. Pero
nunca es tarde si la dicha es buena. Pum pum. Me atreví a ir hacia dónde
estabas. Me mirabas de reojo, sabías que iba a por tí. Estabas… diferente. Más joven.
Hermosa, como siempre. Pero lucías… rejuvenecida. Como si fueras alguien nuevo.
Pero en mi alma, en mi corazón, el hueco eterno que te pertenece latía y se
encendía con fuerza. Con la rabia y ferocidad que solo el éxtasis puede provocar.
Sólo podía significar que eras tú. Pum pum. Solo podías ser tú.
Pasé
por alto el lugar de muerte en donde nos encontrábamos, y la aurora fúnebre en
la que nos rodeábamos. Sólo estabas tú, como una llamarada de fuego surgiéndote
del pelo. Con esos faros verdes esmeraldas mirándome, con aquella sonrisa que
era provocación para desear tus labios. Me acerqué y empecé a hablar contigo.
Tal vez con miedo, por todo lo que estaba en juego. Eras tú. Tu familia no para
de mirarme, de ponerme aquella mala cara. Como brujas frenéticas conjurando en
silencio miradas capaces de matarme. Pero tu reías con una falsa modestia, con
la dulzura que solo los querubines recién creados son capaces de poseer. Me
mirabas, me observabas, me escrutabas el alma tras el jade con una falsa
timidez, al igual que yo hacía lo propio, miraba dentro de ti, como el
aventurero que desea explorar algo nuevo y maravilloso. Ambos lo sabíamos. Nos
habíamos reconocido. Sabía que no podíamos huir, sin más. Habían cambiado
algunas cosas… así que… te di mi número. Para que vinieras a por mí cuando
quisieras, o… si querías que yo fuera a por ti. Tú lo aceptaste de buen grado,
pero cuando estabas copiándolo… ellas comenzaron a destruirlo todo. Comenzó
nuestro mundo gris a desvanecerse, destruyéndose, convirtiéndose en el humo
gris que era. Pero tú eras color, y yo era parte de ti. Fuimos los últimos en
desaparecer, ellas te llamaban, te llevaban consigo. Pero nos despedimos, con
un beso y la esperanza de volvernos a ver.
Me
desperté, con las cosas más claras. Con algo que había renacido en mí.
Comprendí la verdad oculta durante todo este tiempo, empecé a ver las cosas
despejadas de las nieblas de la nostalgia. Habían pasado casi diez años desde que
renunciara a ti. Han pasado muchas cosas en estos años, desde que te
conociera como un monstruo como yo y huyera. Pero… volviste. Esta vez no hui.
Esta vez fui yo quién fui a por ti y no al revés. ¿Será que he aceptado lo que
soy? ¿Será que no me importa que compartamos esa maldición? No sé muy bien
porqué escribo esto, pero… si llegases a leerlo. Si llegases a saber de mí… no
vuelvas a hacerme esperar tanto. Si pudiste copiar mi número, si sientes lo
mismo… hazlo. Ahora.