No hay nada que haga más daño que aquello que no existe.
Al final aquello capaz de reducirnos a escombros ni si quiera tiene forma
física. Hace más daño una mentira dirigida al corazón, que un cuchillo
rebanando el pescuezo.
Y
es que somos así, construimos grandes edificios cimentados en mentiras solo
para lucir más hermosos, por aparentar más que los demás. Y no hay nada que más
odie que aquello que es capaz de dañarme.
Odio
esos te quiero que se quedan a medias. Los que no se completan ni se acaban con
un punto final. Los que suelen ir acompañados por condicionantes u otras
palabras que dejan ese te quiero fuera del núcleo principal de la oración.
Odio
esos te amo que no son capaces de acelerar el corazón hasta darte taquicardias.
Los que no son capaces de erizar el vello o removerte el estómago.
Odio
toda promesa vacía, carente de verdad. Que luce brillante, hermosa y magnífica
cual espejismo en un desierto, pero cuando llega la hora de la verdad te deja
igual de seca la boca que el desierto, con un sabor de amargura y decepción.
Odio
ser un número como cualquier otro. Un suceso más de una ristra infinita de
engranajes que hace funcionar la fría maquinaria de la sociedad.
Y
es que yo, tengo un nombre propio, un nombre humano y una palabra propia que me
define en todos mis aspectos. Y es que soy un ser dinámico, que busca crecer,
superarse y sobrevivir a esta telaraña de mentiras y desilusión que en
ocasiones, suele ser la vida.