martes, enero 16, 2018

El Mercenario





            Una más de otras tantas. De nuevo la compañía de mercenarios “Espadas Argentas” se ponía en marcha para completar un encargo nada más y nada menos que de la mismísima corona. Huelga decir que si le encargaban aquello era porque querían contar con la máxima discreción posible a la par que con la máxima calidad en las espadas contratadas. Pues realmente era un asunto delicado y complicado. Dícese que uno de los grandes señores de las tierras cercanas a la capital del reino de Valonte, en su paso por la misma, hubiera echado el ojo a una moza que en un lupanar se hallaba. Dícese también que el varón, prendado de la belleza de la joven, decidió liberarla de su oficio y llevándosela con él para redimirla del mal en sagradas nupcias. Mas el varón no contaba con que era la favorita del rey, que las noches en las que el monarca residía en el castillo con su familia escapaba para yacer con la moza. Y aunque con el pretexto de disputas territoriales, el Rey, al enterarse, declaró la guerra al otro señor feudal.
            Es entonces donde entraron los “Espadas Argentas” pues el único anhelo del monarca era recuperar a la muchacha para que sus noches no se hicieran tan aburridas. La misión que el monarca les encomendara a los mercenarios fuera la de entrar durante el ataque a tierras del varón enemigo y secuestrar a la muchacha. Mas al ser esta una misión secreta debían hacer frente a ambos bandos por igual, matando tanto a caballeros enemigos como aliados del rey.
            A pesar de las dificultades y de las pocas garantías que ofrecía el rey, Antonio Argento, líder de la banda, aceptó sin pestañear la oferta. Era un hombre aguerrido, fuerte, curtido en numerosas batallas, algunas de las cuales habían dejado marcas visibles en su rostro. A él las misiones suicidas le llamaban más que los peces un buen anzuelo, pero si algo había que Antonio no podía resistir era la promesa de una buena suma de oro. Y es que el rey tras su primera oferta con ducados de plata elevó la recompensa al dorado metal tras ver la cara de algunos hombres de la compaña.
            Y así salieron una mañana de invierno los cinco miembros de las “Espadas Argentas” apenas cantada la canción el gallo y amparados por las sombras. Sabían que el monarca empezaría a movilizar las tropas al mediodía por lo que querían aprovechar esa ventaja. Mas debían estar alerta pues los espías reales habían advertido de numerosos pelotones fronterizos que habían comenzado a patrullar las tierras del señor rival. Los informadores del rey habían asegurado que la joven se encontraba escondido en un pueblo al este de las tierras del señor rival, amparada por un bosque de pinos en la ladera de las montañas, protegida por la mejor guardia que podía permitirse el contrario. Pero a Antonio Argento no le preocupaban esos hombres lo más mínimo. Si el oro hubiera sido capaz de pagar buenos hombres el varón rival los hubiera llamado a ellos. Pues ellos, eran los mejores.
            Tras pasar líneas enemigas, los problemas no tardaron en surgir. Unas trampas de cazadores dejaron mutilados a los caballos de Hermes Rodríguez y Notorio González, lo cual hizo reducir el ritmo de la compaña. Este hecho hizo también reducir el número de provisiones que podían portar, y el hambre se unió a la compaña como uno más de ellos. El viaje hasta el lugar que se estimaba no más de dos días fuese al fin unos cinco y la guerra los pilló casi de lleno.
           
            Antonio Argento disfrutaba de aquello. Hacía más de una década que no se encontraba en una situación tan comprometida. Los últimos dos días se habían encontrado con varias patrullas de milicianos, caballeros, soldadesca… y el recuerdo de aquellas batallas estaban aún en sus mentes y en sus ropajes. Para Notorio había significado también un buen tajo en su pierna izquierda, la cual apenas podía caminar. Para el más joven de la compaña, Javier de la Torre, un feo corte que atravesaba su antes bello rostro, dejando su casco completamente inservible. No obstante, a pesar de las dificultades, al fin habían llegado a la foresta que los espías reales les habían direccionado.
            El líder mercenario se dirigió a sus hombres y discernió una estratagema para abordar el cubil dónde alojaban a la moza. Separaría a sus hombres para entrar a la choza por todas las entradas posibles y así matar a cualquiera que pudiera escapar a pedir ayuda. Los chicos desenvainaron sus espadas y las juntaron, como siempre hacían antes de una batalla importante. “Por el oro, por la plata, porque ninguno de nosotros estire la pata” dijeron en un breve suspiro antes de separarse, perdiéndose en el bosque.
            Argento avanzó despacio, observando a través de la maleza a los posibles enemigos. Mas no vio solo que a tres. El primero al que se enfrentó lo cazó en la llamada de la naturaleza. Mientras el soldado sujetaba otro tipo de espada, el mercenario se acercó por detrás y le rebanó el cuello con una daga. Los otros dos para desdicha de Antonio estaban juntos y le vieron llegar de frente. Uno portaba una cimitarra y un escudo mientras que el otro portaba un pesado alfanje. No tardaron en flanquearle y comenzaba a ponerse nervioso por la situación. Esquivaba como podía las embestidas del alfanje, mientras que intentaba no perder de vista al del escudo que hacía lo posible por desequilibrarle con él. Sólo necesitaba una oportunidad. Y la obtuvo pasados unos minutos. El del alfanje, cansado de esperar a superar sus defensas, agarró el arma con dos manos y descargó un poderoso golpe. Antonio solo tuvo que apartarse a un lado para que el golpe cayese sobre su compañero que maniobraba con el escudo para intentar desequilibrarlo. Todo fue rápido, pero no limpio. La sorpresa envolvió a ambos contrincantes al verse atacados por sus iguales. El mercenario vio como parte de la mano del hombre con escudo salió volando con un buen trozo de la madera del mismo, dejando sin protección al enemigo. Él, sin embargo, atravesó el costado del hombre que pedía disculpas a su compañero mutilado, desgarrándole costilla y pulmones. El mutilado siguió a su amigo pocos segundos después.
            Libre de enemigos al fin pudo entrar en la casa. Allí la escena no era menos Dantesca. Hermes Rodríguez y Carlos, al que todos le llamaban, “Albóndiga” luchaban codo con codo para repeler a los hombres que les hacían frente y superaban en número. Antonio vio que una chica rubia con azulados ojos intentaba pasar desapercibida entre unas mesas volcadas buscando con desesperación una salida viable. La joven le vio y comenzó a moverse hacia la otra puerta cuando “Albóndiga” soltó un desgarrador grito al ser atravesado por un hacha en toda la panza. Antonio rechinó los dientes, pensando si ir a por la chica o ayudar a sus compañeros cuando vio que por la puerta entraba Javier de la Torre con la espada aun goteando sangre. Sonrió, ya no había dudas.
            Con un grito de rabia cargó contra el más alto de los hombres que habían rodeado a sus subalternos. La carga no consiguió herirlo, pero aprovechando el impulso golpeó con su hombro la armadura del alto, haciendo que este se viniera al suelo. Hermes no dudó en apuntalar su maza en el pecho del enemigo caído. “Albóndiga” fue derrotado, con sus tripas esparcidas por el suelo, y la lucha fue aumentando de violencia y Antonio acabó por entrar en amok. El baile de espadas fue intenso y el ruido del rechinar de los aceros acabó por sobreponerse al de su propia voz. Cuando acabó con el último de sus enemigos, estaba exhausto. La cota de mallas se le pegaba al jubón y el sudor que le caía por la frente le quitaba visión en el ojo izquierdo. “Bueno, chicos, hemos terminado” dijo jadeante antes de girarse en la habitación.
            Pero no había terminado para él. Sí para Hermes Rodríguez que fue atravesado por la espada plateada de Javier de la Torre, el cual, sujetaba a la joven con la mano libre. Antonio Argento, aún conmocionado por lo que acababa de ver no podía explicárselo. Levantó despacio su espada y escuchando las palabras de Javier. “Hay cosas más importantes que el oro y la plata, Antonio. O no, tampoco soy quien para juzgarlo. El señor de estas tierras me ofreció una buena suma por llevarle a la chica y pienso cobrármela solo. Vete, no eres quien para entorpecer el designio de los enamorados”.
            Pero Antonio Argento era un hombre aguerrido, fuerte, al que las misiones suicidas le llamaban casi tanto como una buena suma de oro y plata. Y si podía obtener ambas, lucharía por ellas hasta el final. Tras una sonrisa y una mueca de desprecio, alzó su espada y dijo bajo antes de cargar “Tú lo has querido”.