Una
más de otras tantas. De nuevo la compañía de mercenarios “Espadas Argentas” se
ponía en marcha para completar un encargo nada más y nada menos que de la
mismísima corona. Huelga decir que si le encargaban aquello era porque querían
contar con la máxima discreción posible a la par que con la máxima calidad en
las espadas contratadas. Pues realmente era un asunto delicado y complicado. Dícese
que uno de los grandes señores de las tierras cercanas a la capital del reino
de Valonte, en su paso por la misma, hubiera echado el ojo a una moza que en un
lupanar se hallaba. Dícese también que el varón, prendado de la belleza de la joven,
decidió liberarla de su oficio y llevándosela con él para redimirla del mal en
sagradas nupcias. Mas el varón no contaba con que era la favorita del rey, que
las noches en las que el monarca residía en el castillo con su familia escapaba
para yacer con la moza. Y aunque con el pretexto de disputas territoriales, el
Rey, al enterarse, declaró la guerra al otro señor feudal.
Es
entonces donde entraron los “Espadas Argentas” pues el único anhelo del monarca
era recuperar a la muchacha para que sus noches no se hicieran tan aburridas. La
misión que el monarca les encomendara a los mercenarios fuera la de entrar
durante el ataque a tierras del varón enemigo y secuestrar a la muchacha. Mas
al ser esta una misión secreta debían hacer frente a ambos bandos por igual,
matando tanto a caballeros enemigos como aliados del rey.
A
pesar de las dificultades y de las pocas garantías que ofrecía el rey, Antonio
Argento, líder de la banda, aceptó sin pestañear la oferta. Era un hombre
aguerrido, fuerte, curtido en numerosas batallas, algunas de las cuales habían
dejado marcas visibles en su rostro. A él las misiones suicidas le llamaban más
que los peces un buen anzuelo, pero si algo había que Antonio no podía resistir
era la promesa de una buena suma de oro. Y es que el rey tras su primera oferta
con ducados de plata elevó la recompensa al dorado metal tras ver la cara de
algunos hombres de la compaña.
Y así
salieron una mañana de invierno los cinco miembros de las “Espadas Argentas”
apenas cantada la canción el gallo y amparados por las sombras. Sabían que el
monarca empezaría a movilizar las tropas al mediodía por lo que querían
aprovechar esa ventaja. Mas debían estar alerta pues los espías reales habían
advertido de numerosos pelotones fronterizos que habían comenzado a patrullar
las tierras del señor rival. Los informadores del rey habían asegurado que la
joven se encontraba escondido en un pueblo al este de las tierras del señor rival,
amparada por un bosque de pinos en la ladera de las montañas, protegida por la
mejor guardia que podía permitirse el contrario. Pero a Antonio Argento no le
preocupaban esos hombres lo más mínimo. Si el oro hubiera sido capaz de pagar
buenos hombres el varón rival los hubiera llamado a ellos. Pues ellos, eran los
mejores.
Tras
pasar líneas enemigas, los problemas no tardaron en surgir. Unas trampas de
cazadores dejaron mutilados a los caballos de Hermes Rodríguez y Notorio González,
lo cual hizo reducir el ritmo de la compaña. Este hecho hizo también reducir el
número de provisiones que podían portar, y el hambre se unió a la compaña como
uno más de ellos. El viaje hasta el lugar que se estimaba no más de dos días
fuese al fin unos cinco y la guerra los pilló casi de lleno.
Antonio
Argento disfrutaba de aquello. Hacía más de una década que no se encontraba en
una situación tan comprometida. Los últimos dos días se habían encontrado con
varias patrullas de milicianos, caballeros, soldadesca… y el recuerdo de
aquellas batallas estaban aún en sus mentes y en sus ropajes. Para Notorio
había significado también un buen tajo en su pierna izquierda, la cual apenas
podía caminar. Para el más joven de la compaña, Javier de la Torre, un feo
corte que atravesaba su antes bello rostro, dejando su casco completamente
inservible. No obstante, a pesar de las dificultades, al fin habían llegado a
la foresta que los espías reales les habían direccionado.
El
líder mercenario se dirigió a sus hombres y discernió una estratagema para
abordar el cubil dónde alojaban a la moza. Separaría a sus hombres para entrar
a la choza por todas las entradas posibles y así matar a cualquiera que pudiera
escapar a pedir ayuda. Los chicos desenvainaron sus espadas y las juntaron,
como siempre hacían antes de una batalla importante. “Por el oro, por la plata,
porque ninguno de nosotros estire la pata” dijeron en un breve suspiro antes de
separarse, perdiéndose en el bosque.
Argento
avanzó despacio, observando a través de la maleza a los posibles enemigos. Mas
no vio solo que a tres. El primero al que se enfrentó lo cazó en la llamada de
la naturaleza. Mientras el soldado sujetaba otro tipo de espada, el mercenario
se acercó por detrás y le rebanó el cuello con una daga. Los otros dos para
desdicha de Antonio estaban juntos y le vieron llegar de frente. Uno portaba
una cimitarra y un escudo mientras que el otro portaba un pesado alfanje. No
tardaron en flanquearle y comenzaba a ponerse nervioso por la situación.
Esquivaba como podía las embestidas del alfanje, mientras que intentaba no
perder de vista al del escudo que hacía lo posible por desequilibrarle con él.
Sólo necesitaba una oportunidad. Y la obtuvo pasados unos minutos. El del
alfanje, cansado de esperar a superar sus defensas, agarró el arma con dos
manos y descargó un poderoso golpe. Antonio solo tuvo que apartarse a un lado
para que el golpe cayese sobre su compañero que maniobraba con el escudo para
intentar desequilibrarlo. Todo fue rápido, pero no limpio. La sorpresa envolvió
a ambos contrincantes al verse atacados por sus iguales. El mercenario vio como
parte de la mano del hombre con escudo salió volando con un buen trozo de la
madera del mismo, dejando sin protección al enemigo. Él, sin embargo, atravesó
el costado del hombre que pedía disculpas a su compañero mutilado,
desgarrándole costilla y pulmones. El mutilado siguió a su amigo pocos segundos
después.
Libre
de enemigos al fin pudo entrar en la casa. Allí la escena no era menos
Dantesca. Hermes Rodríguez y Carlos, al que todos le llamaban, “Albóndiga”
luchaban codo con codo para repeler a los hombres que les hacían frente y
superaban en número. Antonio vio que una chica rubia con azulados ojos
intentaba pasar desapercibida entre unas mesas volcadas buscando con
desesperación una salida viable. La joven le vio y comenzó a moverse hacia la
otra puerta cuando “Albóndiga” soltó un desgarrador grito al ser atravesado por
un hacha en toda la panza. Antonio rechinó los dientes, pensando si ir a por la
chica o ayudar a sus compañeros cuando vio que por la puerta entraba Javier de
la Torre con la espada aun goteando sangre. Sonrió, ya no había dudas.
Con
un grito de rabia cargó contra el más alto de los hombres que habían rodeado a
sus subalternos. La carga no consiguió herirlo, pero aprovechando el impulso
golpeó con su hombro la armadura del alto, haciendo que este se viniera al
suelo. Hermes no dudó en apuntalar su maza en el pecho del enemigo caído. “Albóndiga”
fue derrotado, con sus tripas esparcidas por el suelo, y la lucha fue
aumentando de violencia y Antonio acabó por entrar en amok. El baile de espadas
fue intenso y el ruido del rechinar de los aceros acabó por sobreponerse al de
su propia voz. Cuando acabó con el último de sus enemigos, estaba exhausto. La
cota de mallas se le pegaba al jubón y el sudor que le caía por la frente le
quitaba visión en el ojo izquierdo. “Bueno, chicos, hemos terminado” dijo
jadeante antes de girarse en la habitación.
Pero
no había terminado para él. Sí para Hermes Rodríguez que fue atravesado por la
espada plateada de Javier de la Torre, el cual, sujetaba a la joven con la mano
libre. Antonio Argento, aún conmocionado por lo que acababa de ver no podía
explicárselo. Levantó despacio su espada y escuchando las palabras de Javier. “Hay
cosas más importantes que el oro y la plata, Antonio. O no, tampoco soy quien
para juzgarlo. El señor de estas tierras me ofreció una buena suma por llevarle
a la chica y pienso cobrármela solo. Vete, no eres quien para entorpecer el
designio de los enamorados”.
Pero
Antonio Argento era un hombre aguerrido, fuerte, al que las misiones suicidas
le llamaban casi tanto como una buena suma de oro y plata. Y si podía obtener
ambas, lucharía por ellas hasta el final. Tras una sonrisa y una mueca de
desprecio, alzó su espada y dijo bajo antes de cargar “Tú lo has querido”.