Había
una vez oculto en un escondite alejado de la tierra de los hombres, otro humano
que había huido de su civilización para asentarse y buscar su camino. Había
encontrado un rincón lo suficientemente alejado, oscuro y gélido para que pocas
personas se molestasen si quiera a pasar por allí.
En
ese oscuro lugar, el humano se sentía cómodo. Rodeado de oscuridad, con el frío
como abrigo y la soledad como única compañera, aquel ser humano podía dar
rienda suelta a todo su potencial, a todo su poder. Empezó por construir una
fortaleza gigantesca formada por hielo, cristal e ingenio. La edificación era
gigantesca y abarcaba mucho más de lo que se hubiera podido imaginar en un
principio. Tanto, que al final los viajeros que al final se aventuraban a ir por
aquellas inhóspitas tierras se quedaban con el recuerdo de la fortaleza y no
con el recuerdo del lugar o la persona en sí misma. Gran parte de las personas
que visitaban aquellas tierras acababan marchándose aterradas por la
estructura, por los muros y defensas, a primera vista infranqueables.
Y
es que el humano había construido bien su escondite usando la consistencia y
transparencia del hielo. Usando este material en su estructura defensiva
conseguía un efecto de diafanidad y claridad que con otro material no hubiera
podido conseguir. Y es que en verdad, a pesar del poder, la magia, el potencial
o el ingenio que pudiera poseer había algo que desde pequeño se le había
quedado clavado en su interior. Miedo, temor, traición, la experiencia de un
puñal clavándose por la espalda, la banalidad de un corazón roto desangrándose,
el poder de la sangre, el sabor de una lágrima o el tacto de la falsedad en las
máscaras de seda tejida con retazos de mentira y maldad. La lección grabada en
su piel en forma de cicatrices no curaría nunca, pues ni su magia, ni su poder
ni su ingenio conseguían deshacerse de aquello.
Y
para poder convivir y llevar esa carga impuesta en su cuerpo, el humano
construyó todo aquello para poder vivir tranquilo. Sin la sombra de los
recuerdos atormentándole. Por ello y para evitar males buscó a conciencia ese
lugar al cual se trasladó. Para evitarlo, se edificó todo aquello con esfuerzo
y esmero. Pero había algo dado por la ingenuidad que sólo la edad puede transmitir, algo que la
esperanza en su estado más puro consigue, algo que el tiempo y sus defensas
consiguieron enterrar. Llegó un tiempo lejano al momento de su llegada allí que
el humano olvidó la lección. Se olvidó de la lección marcada en su piel. Mandó
al olvido el mero propósito por el cual se encontraba allí.
Poco
a poco, comenzó a poner menos pegas a todos los intrusos que podían, conseguían
o invitaba a entrar dentro de su recinto. Le importaba poco, pues sus múltiples
espejos le recordaban quien era. Aunque sus espejos estaban estratégicamente
colocados, haciendo juegos con la luz y las sombras para que ni los valientes
aventureros consiguieran verlo del todo, ni nadie que no estuviera en su
posición consiguiera ver todas las proyecciones. Y poco a poco hubo menos
hombres por aquel lugar. Muchos se cansaron del frío y se fueron. Otros fueron
expulsados por intentar robar esculturas o romper la tal apreciada estructura.
El resto se fue cansando al no verse avanzar en aquel laberinto gélido.
El
tiempo fue pasando para todos. La monotonía se había instalado con el paso del
tiempo en el lugar. Un lugar que poco a poco se iba deteriorando. El paso del
tiempo dejaba su huella, resquebrajando la delicada estructura de hielo. La
mano del hombre también tuvo su culpa, como todo aquello su corrupto tacto
toca. No le faltó culpa al humano, quien dejó de cuidar su estructura pensando
en su arrogancia que era lo suficientemente sólida. No teniendo en cuenta todos
estos cambios. Todas estas novedades.
Además,
el humano cada vez sentía más fascinación por los hombres. Sobre todo por los
que aún seguían en su estructura de hielo. Por los que habían conseguido
avanzar a lo más profundo de su trampa helada. Animado por la curiosidad,
alentado por la fascinación, el humano abandonó su guarida, adentrándose en su
propia estructura y visitando a los hombres que habían conseguido llegar tan
lejos. Entabló relación con algunos, olvidándose de ocultarse tras sus
proyecciones. Aprendiendo de las imágenes que les había estado emitiendo. Con
el paso del tiempo, el humano acabó cogiendo cariño a unos pocos de estos
hombres. Tanto que incluso los protegía. Les mostraba el camino y les libraba
de sus propias medidas de seguridad.
El
humano comenzó a aprender nuevas cosas de todos estos hombres. Cosas buenas,
cosas malas, cosas que ya conocía y cosas que desconocía. Empezó a nutrirse. A
crecer. Mientras que él ofrecía a estos humanos, las claves para moverse sin su
guía por aquello que le causaba tanta satisfacción: por su obra arquitectónica.
El humano, cegado por todo esto no fue capaz de ver que todo aquel orgullo
estaba ya resquebrajado. Que estaba débil. Y aunque se encontraran en la parte
más profunda de su fortaleza, aunque hasta allí no hubiera llegado el deterioro
de las partes exteriores, las estructuras se habían debilitado también.
Un
día llegó a la zona un hombre, diferente a los demás. Aquél hombre sin
pretenderlo, se dio a conocer como un mago. El humano no pudo creer aquello,
pues vio en el mago una persona afín a él. Tras conocerse, el mago hizo su
primer truco sobre el humano. Y fue nada más tocarse. El humano sintió la
magia. Sintió algo que hacía mucho que no había sentido. Sintió fuego. De
repente, para el humano, algo nuevo y extraordinario comenzó a calentar su
gélido cuerpo. Aquella era magia diferente a la que él poseía. Era algo que ni
comprendía, ni entendía. Era algo que la arrogancia y la imprudencia no dejaron
frenar a tiempo puesto que el humano se olvidó que incluso el mismo estaba
hecho de hielo. Cegado por aquella sensación, embelesado por los conocimientos y
las sensaciones que el mago había producido en él, fue a buscarlo. No se dio
cuenta que la magia crecía en él, consumiendo su esencia. Cuándo vio al mago
pidió conocer y saber más de aquello. El mago receloso ante aquello se negó,
pues el mago también había sufrido el poder del humano. El mago había comenzado
a notar el frío y el hielo en su interior. El humano, hizo todo lo que pudo
para que desvelara el mago sus secretos. Le abrió todas las puertas de su
fortaleza. Le mostró parte de su magia y prometió al mago que esperaría lo que
hiciera falta pues quería saber y conocer aquello que estaba en su interior.
Un
buen día, el mago no pudo más. Harto de la actitud del humano y receloso de
mostrar sus conocimientos, condujo al humano cerca de la habitación donde se
encontraban los pilares de la fortaleza del humano. Allí, el mago hizo su truco
más espectacular. Bocanadas de fuego invadieron la estancia. Llamaradas rojas
comenzaron a envolver al mago, mientras que el humano, solo podía observarlo
todo asombrado y embrujado. El humano notaba como la magia del hombre se hacía
más fuerte. No sólo a su alrededor, sino que también en su interior. Una de las
serpientes de fuego convocadas por el hombre rozó una de las columnas de hielo,
deshaciéndose al instante en vapor negro y humedad. Fue entonces cuando ambos
lo notaron. Fue entonces como todo el edificio comenzó a venirse abajó. El mago
siguió escupiendo llamas, salvándose de las gélidas estructuras resquebrajadas,
las cuales se evaporaban con el contacto ardiente del mago. El humano no corrió
la misma suerte. Quemado y sepultado ante su propia creación pereció ante todo
aquello que una vez había amado.
Cuándo
el humano volvió a la vida, se encontró enmarañado ante su propia creación, ya
inservible. Intentó incorporarse a pesar del peso de los bloques de hielo a su
alrededor. Cuándo al fin pudo ponerse en pié sin tambalearse. Vio y observó
todo aquel desastre. Aquel lugar dónde había vivido, todo aquello que se había
esforzado en erigir, todo aquello que tanto le había costado tener se había
perdido. Había perdido mucho más que su edificio, había perdido las personas
que se habían estado resguardando en él. Y el humano comenzó a tener miedo. Y
el humano fue abrazado por la sombra del terror.
El
humano corrió, huyó del horror sin descanso. Sin preocuparse de su bienestar,
ni de su creación, ni de aquello que una vez había querido. Solo huyó, presa
del pánico que solo la desesperación es capaz de mostrar. Huyó hasta que en su
huida tropezó, resbalándose por una llanura oscura. Fue entonces, cuando estaba
en el fondo de la llanura al lado de un negro lago, al amparo de la noche
cuando el humano dejó de huir.
Herido,
sangrando, quemado, magullado, lastimado, atemorizado, moribundo, consiguió
tambaleante acercarse al lago. Lo miró, primero fijándose en las luces del
cielo, los únicos puntos iluminados de aquel espectral paraje. Pero luego
dirigió su mirada y su atención a su reflejo. A su persona. Al ver su propio
reflejo en aquellas circunstancias una luz se encendió dentro de él. Algo que
siempre debió estar allí, algo que nunca debió marcharse. Fue entonces cuando
el humano recordó lo que una vez se había permitido olvidar.