Lejos,
en las tierras donde solo la imaginación es capaz de llegar, vivían en paz dos
reinos que antes fueron enemigos. Esta situación tan excepcional se daba, en
parte, por los jóvenes príncipes de sendos países. Gracias a las negociaciones
para la paz, los príncipes, un varón y una doncella, crecieron como hermanos
sin entender de enemistades, diferencias culturales o color de piel. Él era
rubio, de grandes ojos verdosos mientras que ella había heredado de su padre
los ojos color avellana y el pelo negro como la noche. En ocasiones se les veía
jugar por los bosques del reino que heredaría el chico, mientras que no era
extraño verles jugar en las fuentes de agua del palacio de la chica en los
meses más calurosos.
Pero el
tiempo comenzó a pasar, y las obligaciones iban cargando cada vez más en sus
jóvenes espaldas. De pronto, ya no era tan común verlos juntos, hasta que se
hizo habitual ver a cada uno por su lado. No dejaban de ser príncipes herederos
y sus obligaciones para con el reino eran primordiales. Aún así, él la echaba
de menos. Deseaba tenerla cerca, disfrutar de su compañía. Hasta se planteó
pedir de la mano de la joven a su padre, pero fue algo fugaz, que desapareció
ante la firma de otro de los tratados comerciales a los que su progenitor le
había encomendado. Pasados unos años,
llegó a los oídos del príncipe, que ella había sido prometido a otro príncipe
de un reino extranjero. Al principio, no lo entendió, y tras consultarlo con su
padre decidió cabalgar hasta el castillo de las fuentes y jardines flotantes
del padre de la chica. Tras entrevistarse con él, le dijo que era imposible que
volviera a verla. Ella tenía que irse con el otro por el bien del reino, ya que
el otro príncipe había prometido una dote tan grande, que podrían poner de oro
todas las casas de la capital del reino. El principito, no lo entendió. Intentó
explicarle al padre de ella lo que sentía, lo que deseaba y anhelaba, peor tras
múltiples intentos salió de allí mascullando y jurando que volvería a por ella,
ya fuera por las buenas o por las malas.
El
príncipe volvió con su padre, y le contó lo ocurrido. También le contó todo lo
que sentía por la joven. Fue entonces cuando su padre supo los motivos de
porqué había rechazado a otras pretendientas que habían recibido en la corte. O
cómo, a pesar de levantar suspiros entre las nobles y ciudadanas del reino,
jamás le había interesado mantener una relación física con ninguna de ellas.
Fue entonces cuando su padre supo lo que tenía que hacer: debían volver a los
tiempos de guerra. El príncipe en persona fue el encargado de transmitir la
noticia a los ciudadanos del reino, explicándoles la situación. Tal era el
carisma y el cariño que tenían hacia el príncipe, que no tardó en doblarse el
ejercito actual con la leva ciudadana. En pocos meses, el príncipe partía de
nuevo a las puertas del castillo de las fuentes, esta vez acompañado por
doscientos mil hombres apoyando la digna causa del amor.
Para
sorpresa del príncipe, los ciudadanos del reino vecino, estaban informados de
su aparición, y le recibieron a él, y su ejército entre vítores y alabanzas. Todo
fue sencillo hasta llegar al castillo, donde la guardia real también le estaba
esperando con las lanzas en ristre. Fue entonces cuando comenzó la batalla.
Cruenta, feroz y rápida. La superioridad en número de las tropas príncipe
hicieron que la batalla tomara partido por su bando. Con la primera puerta,
murieron muchos de sus hombres. Con la segunda, su fiel corcel, que había
crecido con él. Tras derribar la puerta de los salones, fue el propio príncipe
el que sufrió una grave herida en su brazo izquierdo tras partir su escudo a la
mitad por uno de los guardias. Cuando por fin se encontró cara a cara con el
rey, le pidió explicaciones sobre su ruin comportamiento. El padre de la
princesa, entre risas, le confesó al príncipe que había encerrado a su hija en
una torre, protegida por una poderosa bestia. Cuándo el príncipe preguntó
acerca del lugar, el rey dijo que se llevaría ese secreto a la tumba.
Por el
amor que sentía hacia ella, no lo mató. Lo encerró en una de sus propias
celdas, y cada día fue a visitarlo, esperando que le dijera el paradero de su
amada. Cada día el silencio era la única respuesta que obtenía. El apuesto
príncipe, dejó de comer, de cuidarse, y comenzó a cambiar de humor. Había
pasado un mes y había adelgazado tanto que tuvieron que volverle a hacer una
armadura nueva, y sus visitas al padre de la joven, eran cada vez más
violentas. Sus generales y hombres de confianza comenzaban a temer por su amo,
y por el cautivo, el cual, cada día que pasaba, recibía una paliza del chico.
Un día, con la boca emanando sangre, el antiguo rey confesó la localización de
la torre. Fue entonces cuando la luz de los ojos verdosos del príncipe cambió,
se equipó con lo que tenía y salió disparado en solitario en busca de la mujer
de su vida.
Atravesó
los reinos de ella y se adentró en tierras que solo había escuchado por las
historias que le habían contado de niño, cuando su familia intentaba infundirle
miedo en su corazón. Dejó atrás la gran ciénaga de cocodrilos y pirañas para comenzar
a ascender el monte donde el padre la había encerrado. Habían pasado dos días y
dos noches desde que pasó. Estaba débil, cansado, y hambriento. Solo había dos
cosas que hacían que siguiera en pie. Su corazón, bombeado con fuerza por el
deseo de volver a verla, y su montura, la cual había dado la talla en aquellas
circunstancias. Cuando llegó a lo alto, el bello se le erizó de pavor. Una
enorme criatura reptiliana, daba vueltas en torno a la maltrecha torre, como
protegiendo el lugar.
Pero
solo fue un segundo. El osado príncipe, se colocó la armadura, y miró con furia
a la bestia antes de lanzarse a trote contra la criatura. El primer impacto le
derribó del caballo al que iba montado y antes de que pudiera ponerse en pie,
los afilados dientes de la bestia estaban saboreando la carne de caballo. Pero
la escena de su corcel siendo triturado, no le desalentó. Elevó con bravura su
espada y sin dar tiempo a engullir la presa, clavó en uno de sus ojos el arma. La
bestia chilló, y se revolvió, intentando quitarse el puntiagudo objeto. Cada
movimiento era más violento, y hacía que perdiera sangre facilitando que el
arma se hundiera cada vez más. Con las pocas fuerzas que le quedaban, el
príncipe resistía a las embestidas cada vez con mayor dificultad dado su débil
estado. Al final, la criatura abrió de par en par su enorme boca, elevándolo
del ras del suelo para exhalar una última llamarada de fuego. El aliento impactó
de lleno en él, comenzando a derretir su armadura encima de su escuálido
cuerpo. Al final, ambos cayeron al suelo, abatidos.
La
princesa lo observó todo desde lo alto de la torre. Al principio no se creyó
que él hubiera venido. Había pensado que era el pretendiente que su padre le
había destinado, puesto que su padre alegó que en aquel lugar inhóspito vendría
su futuro marido a buscarlo. El corazón le dio un vuelco cuando escuchó la voz
de su antiguo amigo y compañero gritar mientras cargaba, y otro grito se escapo
de sus hermosos labios cuando vio como su custodio le derribaba de un solo
golpe de su montura. Pensaba que los caballeros duraban más asaltos, al menos
así era en los torneos que su padre había organizado con motivo de dar su mano
a algún varón. Sonrió feliz al ver como la bestia cuadrúpeda recibía la
estocada aunque poco duró su sonrisa debido al aliento de fuego. Se apartó de
la ventana y corrió, en busca de un cubo de agua, vendas, y todo aquello que
pudiera servirle de ayuda a su príncipe.
Cuando
abrió los ojos, la vio enfrente de él. Hermosa, radiante, curando su maltrecho
cuerpo. No pudo evitar sonreír, como tampoco pudo evitar que una lágrima de
satisfacción cayera desde su ojo, recorriendo la piel quemada de su ya nuevo
rostro. Con mucho esfuerzo y dolor, se incorporó, notando como el metal se
había fundido con su piel. Pero nada impediría abrazarla. Nada podría volver a
separarla de su princesa. La princesa Salud, del reino de al lado. Su amiga, su
compañera de juegos de joven. Aquella mujer que le había costado tantos quebraderos
de cabeza, aquella por la cual había ido a la guerra. Aquella que amaba por
encima de todas las demás y que ahora que volvía a tenerla no dejaría que nada
ni nadie los separaran. Se separó, lentamente, volviéndola a mirar. Luego cerró
los ojos y la besó, dejado que sus labios expresaran todo aquello que
necesitaba decirla.