lunes, diciembre 09, 2019

Arma-gedon



            Erase una vez una armadura que había salido victoriosa de cientos de batallas. La armadura en su conjunto era hermosa. Estaba formada por una coraza del mejor acero que podía encontrase sobre la tierra, revestido con detalles de oro bruñido. Por debajo, la cota de mallas cubría las partes más vulnerables y unos refuerzos metálicos daban una protección extra a zonas más sensibles de recibir ataques. Un gran escudo protegía de ataques a distancia y daba apoyo al cuerpo central de la armadura. Aunque de lo que más orgullosa se sentía era sin duda de su espada. Una hoja afilada deslumbraba al sol en cada batalla. Su mango en forma de boca de dragón le daba el efecto temible de ser un filo flamígero, haciendo que mucho de sus enemigos no osasen a acercarse si quiera a atacar a la armadura.
            Pero el paso del tiempo y las batallas fue mermando a la armadura. Era normal que la coraza se fuera puliendo y reforzando, pues era la encargada de proteger los órganos más sensibles, por lo que recibía mantenimiento cada poco tiempo. La cota de mallas tenía cada una de sus anillas para darse apoyo mutuo. Si una se rompía o se desgastaba, el resto se aunaban para reparar esa pieza o reforzarla. Daba igual que estuviera en el faldón o en la cofia, el hierro forjado volvía a ser duro y cohesionado una vez más. El escudo, por su parte, tenía un grosor extraordinario y le gustaba exhibir cicatrices y heridas de batallas antiguas. Tanto era así, que algunas veces no se quitaba los virotes y las flechas que se habían clavado en él para intimidar a todo aquel que osase estamparse contra él. La espada, sin embargo, no recibía ningún tipo de mantenimiento.
            Como la parte del conjunto destinada al ataque, el resto de miembros de la armadura contaban con ella para que su trabajo fuera efectivo. Todo el mundo sabía que la mejor defensa era un buen ataque, y que nadie puede defenderse eternamente sin repeler los ataques o vencer al enemigo de una u otra forma. Las piezas daban por supuesto que, al ser la ofensiva del conjunto, siempre estaba dispuesta para el ataque y mientras la vieran resplandecer en la batalla, no temían nada más. Pero lo cierto es que la espada sufría en cada contienda. El acero de su hoja se mellaba cada vez que se hendía en armaduras enemigas, se resquebrajaba cada vez que paraba la estocada de algún arma rival y se oxidaba como el resto de sus hermanas con el paso del tiempo.
            Al principio el orgullo de la espada le impidió pedir ayuda a sus compañeras. Contaban con ella para defenderse y sería una deshonra, si perdieran ese símbolo de confianza y dureza al que le habían elevado. Ese orgullo, poco a poco, fue tornándose en desesperación y repulsa hacia si misma al verse débil. Le costaba más esfuerzos hundirse en el metal de otras armaduras y le dolía tanto cuando paraba las fintas rivales que pensaba que en alguna de ellas no saldría entera. No podía permitir que la podredumbre de su enfermedad le pasara factura al resto de su familia. Había escuchado sobre la herrumbre y sus efectos nocivos y no les deseaba ningún mal. Empezó a estar más distante, comenzó a visitar menos a la vaina que una vez fue su hogar por el malestar que le hacía pensar que noche tras noche debía aguantar su peso y no se volvió a posar más en el pedestal de madera que el resto le tenían preparado para ella por miedo a cortarlo.
            Intentó afilarse por si misma, algo que en sus tiempos mozos le servía. Pero ahora, cada vez que se golpeaba contra la piedra se hería más y más en vez de afilarse. Ahora, cada vez que se acercaba al fuego de la fragua para rejuvenecerse se derretía una parte de ella. Por lo que no le quedó más remedio que pedir ayuda a sus hermanas.
            Le costaba mostrar su forma auténtica, pues le habían idealizado durante todos esos años. Una parte de ella misma no quería reconocer la decadencia a la que había llegado. Para ella, era más fácil rendirse, echarse al fuego de la fragua y olvidarse de todo; pero había nacido para la guerra y la otra parte de ella misma daría batalla hasta el día que expirase su última lámina de acero. Cuando fue a pedir ayuda, al principio, fue de forma discreta, por lo que el resto lo entendió como una broma. Cuando alzó un poco más la voz, el resto le ignoró, algunas hasta molestas con ella por hacer ese tipo de sugerencias.
            La espada huyó, se refugió herida y débil aún más de lo que ya estaba. Se apartó del resto de las piezas de la armadura y aguardó en un rincón, buscando la forma de estar lista cuando se le volviera a necesitar para la próxima batalla. La cual, no tardó mucho en llegar. Cual fue la sorpresa de la espada que cuando fue a presentarse a filas, la armadura tenía una nueva arma.

miércoles, octubre 02, 2019

La eterna amante



            Pocas he conocido como tú. Tan frías y ardientes al mismo tiempo. Insaciables, como el paso imparable del tiempo. Pero debo decirte que… de momento, no me interesas.
            Es difícil encontrar alguien que se atreva a amar plenamente, en una era llena de distracciones que alivien las cargas de las almas. Parece que nos hemos vuelto unos cobardes, ante aquello que pudiera dañarnos. Nos protegemos, creando una red de excusas para evitar el dolor, construyendo realidades que cual hologramas le damos el dogma de reales y decidimos creerlas a pies juntillas, como si profesáramos esa única fe, cuando la realidad puede entrar en cualquier momento como un rayo de luz en mitad de una sala oscura destruyendo el espejismo en un instante. Nos hemos olvidado que la diferencia entre la vida y la muerte es aquello que sentimos, para bien o para mal, y el mero hecho de sentirlos debería ser alivio suficiente para el alma. Yo, como sabes, prefiero arder hasta consumirme, ya sea por amor o por pasión hacia lo que hago, que prenderme para quedarme a medio camino. Y es que, si hay algo que me motive a dar un paso adelante, merece que de todo de mí.
            Sé lo que me dirás, que atraes a muchas personas a tus brazos. Que cada día, caen algunos incautos pero querida, tu belleza es tanta que hasta aterra. Eres tan hermosa que arrebatas el alma de aquellos insensatos que se atreven a enamorarse de ti. No puedo negar que me atraes. Sería mentir y a estas alturas de la vida no voy a empezar a hacerlo. A los hechos me remito y es que no puedo decir que no haya pecado contigo en más de una ocasión.
            La primera vez era apenas un crío. Demasiado inocente para saber que aquello era más que un juego, demasiado inexperto para saber que hacer contigo. Fue lento, suave, intenso. Ni me daba cuenta que estaba siendo forzado a hacer algo que realmente ni quería ni sabía hacer. Por suerte para mí, la determinación de volver con los míos y tu falta de constancia en ese momento nos separó una temporada. Me había olvidado de ti cuando, en un momento difícil de mi vida comencé a buscarte sin saber que eras tú. Te había idealizado y me había olvidado de que ya te había conocido antes, que ya habíamos yacido juntos. Cuando nos encontramos, te reconocí al instante, supe que eras tú pero en ese momento te deseaba y te acepté. Me acuerdo de aquel parque, donde en poco menos de una hora, me dejaste rendido, con las piernas temblando sin apenas moverme, exhausto hasta de vivir. En aquel preciso momento entendí algo: se había encendido un sentimiento dentro de ti. Algo que jamás debería existir, una probabilidad nula. Y es que yo para ti había dejado de ser uno más. No me mires así, acéptalo. Si no, no estarías aquí hablando conmigo. Tú, que tienes a todo aquel que se te antoja, que más tarde o más pronto acabarás consiguiendo aquello que te propones, te habías encaprichado de mí. Irónico, sin duda. Sabiendo el humor que tengo me resulta hasta gracioso. Pero yo solo busca ese momento contigo. Nada más. Y ya lo había obtenido.
            Sé que en ese aspecto ambos somos iguales. Cuando queremos algo o a alguien luchamos por ello hasta el final, con todas sus consecuencias. Mejor arder entre las llamas a que jamás hayamos prendido. Y me buscaste a pesar de mi rechazo constante hacia ti. Tengo que admitir que no siempre soy igual de fuerte. A veces me cuesta rechazarte, porque a fin y al cabo, me sigues pareciendo muy atractiva.
 Me acuerdo aquella vez cuando salí de la universidad. Me había parecido verte, pero no le di importancia. Seguro que no es ella, me dije. No creo que haya venido hasta aquí por mí, siempre está muy ocupada. Pero te me cruzase de frente, con esa sonrisa tan bonita, y me robaste aquel beso. Corto pero intenso, capaz de pararme el corazón. Luego, con la brevedad de lo efímero desapareciste sin decir nada, con una sonrisa de picardía por haber conseguido lo que querías. No tardé mucho de salir de mi asombro y de recuperarme de mi sorpresa. En ese momento no te esperaba y tampoco deseaba que estuvieras cerca. Había un sinfín de posibilidades mejores que tú a mi alcance.
Pero como es inexorable, siempre acabas anteponiendo tu voluntad por encima de todo. Y ese beso efímero llevó meses después a un encuentro más pasional. Más ardiente. Yo no quería, pero no fui capaz de anteponerme a tus planos. Y allí nos encontramos, en ese cuarto gélido en aquella camilla estrecha. Fueron más de doce horas, creo que nunca había aguantado tanto con nadie. Hiciste lo que quisiste conmigo, y yo sumiso, me dejé. Ante la mirada atónita de toda aquella gente, y causando la expectación que sueles llevar allá a dónde vas. Doce horas en las que te las arreglaste para robarme el corazón sin tener en cuenta que el sentimiento no reside en una parte del cuerpo, si no del alma. Y querida amiga, mi alma es sólo mía, y no esta en venta.
Creo que tras nuestros múltiples encuentros, hemos conseguido una dinámica sana para mantenernos a ambos satisfechos. Yo sé qué tras un determinado tiempo, vendrás a buscarme para saciarte y yo debo hacerlo, a veces por placer, otras por el mero hecho de que te quedes contenta y me dejes tranquilo. Porque querida Muerte, me niego a tener algo serio contigo.
Aún tengo mucho que vivir, que soñar, que crear en este mundo. Tengo que seguir conociendo gente, sorprendiéndome de la raza humana. Tengo que enamorarme, tengo que odiar, tengo amar y quiero seguir deseando. Me niego a seguir los dictámenes de tu tiranía. Me niego a morir. Así que, mientras esto siga siendo así, mientras yo siga siendo eterno, me temo que tú y yo solo seremos amantes para siempre.

lunes, julio 08, 2019

Mascarada rota



            ¿No lo oyes? Son todas esas risas que se mofan de nosotros. De ti, de mí, de aquellos que nos acompañan y no me caen bien, y de los que a pesar de no agradarme su compañía los respeto. Estamos rodeados de payasos burlones cuyo ego es tan alto que se ciegan a sí mismos con los espejos que se han puesto delante.
            ¿Por qué se lo consientes? Ya me dejaste claro que en esta comitiva tu eres el que manda y decide, pero como has asumido el absurdo rol de demócrata demagogo tendrás que escuchar lo que debo de decirte. No me gusta ver como nos humillan. Como se piensan que somos presa cuando hace tiempo acordaste mezclarte entre ellos. Pero… sabes tan bien como yo, que no somos así. Te jode lo mismo que a mí que las personas a las que juraste servir y proteger te vean como alguien que pueden exprimir y tirar, como un utensilio para conseguir sus fútiles metas.
            Sí, me derrotaste hace años. Es algo que no querías hacer pues te gustaba cuando yo tomaba el control. Cuando notabas todo el poder, cuando veías de lo que realmente éramos capaces de conseguir a pesar de los métodos. Pero llegó el amor, y con él, una fuerza capaz de hacer aquello que ni querías ni sabías que podías hacer. ¿Dónde está hoy ese amor que juraste proteger incluso de ti mismo? ¿De qué sirvió que limitases todo tu potencial para no eclipsar de forma colateral a los demás? Deja que te responda. No sirvió de nada. Ese amor está ya en brazos de otro capaz de doblegarse a sus antojos. Y nos quedamos aquí, con las alas rotas, caminando entre hormigas que son demasiado cobardes como para emprender el vuelo.
            Ahora los insectos te miran por encima del hombro. Notan tu cansancio, tus heridas sin curar y escuchan las voces de todos aquellos que alzamos la voz en contra de una gestión que se te está quedando grande. Me venciste, ya no hay vuelta atrás. Ahora todos somos uno por tu obra y gracia. Pero sabes tan bien como yo cual sería el camino más sencillo para acabar con todo esto. Para recuperar las alas. Para sobrevolar a todos y que con simplemente estar bajo tu sombra sientan esa grandeza tan esplendida que provoca temor. Somos muchos, y muy distantes entre sí, pero todos compartimos la misma meta.
            Se ha roto la mascarada. Quisiste entrar en el baile con la cara descubierta y al final te pensaste que todos eran tan necios como tu para ir desnudos y sin protección. ¡Abre los ojos, imbécil! ¿No ves que estás sangrando? Esos gusanos han conseguido herirte. Es hora de atacar. Somos muchos, estamos contigo. Demuéstrales que no ibas tan desnudo como se pensaban, que no eres tan débil como ellos creían. Marca tu territorio y haz saber quien es el cazador definitivo.