Fue entonces
cuando agarró el frío metal y comenzó la carnicería. Uno tras otro los cuerpos
eran reducidos a mera carne triturada por su furia y rabia contenida durante
todo el tiempo. Eran los mismos sentimientos los que empañaban su visión y no
la roja sangre que comenzaba a empañar todo el lugar. Siguió adelante, con el
mandoble en ristra, abriéndose paso entre todos los que con osadía se
interponían en su camino. Llegaba a resultar hipnótica la facilidad de aquella
espada para abrirse paso entre los cuerpos de sus adversarios. A pesar de haber
matado a todos aquellos hombres seguía desgarrando y destrozando metal, cuero o
carne. Daba igual la postura donde penetrara el tajo, o la resistencia que
pusieran sus receptores. Nada parecía parar aquella vorágine. Era tal cruento
el combate que los pocos guardias que quedaban huyeron despavoridos. Se limpió
la sangre de los ojos, jadeante. Miró a su alrededor, buscando enemigos. Nunca
miró atrás. Ni se fijó en el reguero rojo que había dejado a su paso. Sonrió
levemente y soltó el acero. Al fin se había ganado su ansiada libertad.
miércoles, agosto 17, 2016
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