viernes, noviembre 20, 2020

Jorge y el dragón

 

            Volvió a sonar aquel rugido atronador que estremeció a toda alma viviente en la ciudad. La sombra del dragón volvió a colarse una vez más por las ventanas de los habitantes de la ciudad como el negro presagio de la muerte que pronto llamaría a sus puertas.

            Los caballeros se organizaban como podían en torno a las almenaras de la ciudad para hacer frente a la amenaza carmesí, mientras intentaban gestionar el caos que había inundado la ciudad. Las familias salían disparadas de sus casas, presas del pánico, los animales corrían alejándose de las llamas y mientras los nobles, atrincherándose en sus grandes mansiones alejando de forma cruenta a todo aquel que osara intentar buscar cobijo allí.

            El líder de la guardia gestionaba como podía todo aquel caos, sin perder los nervios. La ciudad disponía de pocos medios y desde luego, ninguno para dragones. Hacía tiempo que su profesión no era la más apetecible por los jovencitos de la ciudad, que preferían otras cosas más seguras que la de ser un guerrero. En parte les entendía perfectamente, pero eso les dejaba a ellos, la guardia de la ciudad, con muy pocos efectivos.

            De su ensimismamiento le sacó el estruendo de los cascos de unos caballos dirigirse hacia sus hombres y el rugido ensordecedor de la bestia alada. Parecía que tenían una oportunidad, el draco se había posado en tierra a las afueras de la ciudad. Se colocó el casco, montó sobre Rocinante y salió a las afueras seguido de los pocos jinetes que aún quedaban vivos.

            Fuera, hecho un ovillo, se encontraba el dragón rojo. Parecía tranquilo, a unos 800 metros de allí. Con pequeños golpes de su cola, levantaba una polvareda de un lado a otro que empezaba a cubrirlo. Parecía distraído, la oportunidad perfecta para él. Con un gesto de la mano en la que portaba el escudo, pidió a su gente que se apartara, midió el golpe, calculó la carrera y empezaron a trotar. Rocinante tenía fijado su objetivo, y él, poco a poco empezó a levantar la lanza, para asestar el golpe mortal. La tensión se sentía en el aire, pues de aquel momento dependían muchas vidas, mientras que la bestia, ensimismada con el bamboleo de su cola, no prestaba atención al insignificante jinete que se le aproximaba.

    ¡Basta! ¡No sigas! ¡No quiero verlo! —

    ¿Qué ocurre Jorge? ¿No quieres saber como acaba la historia? —

El niño, con la almohada tapándole el rostro negó vehemente con la cabeza mientras su madre le miraba con una sonrisa dulce. Cerró el libro y lo colocó en su mesilla de noche.

    No quiero que acabe así. No me gusta. ­ —

    ¿Y cómo quieres que acabe? ­—

    Con un final feliz. —

    No sabes si es un final feliz, no acabaste de escuchar la historia. —

    Quiero que se hagan amigos. Quiero que vivan felices. —

La madre de Jorge sonrió y asintió. Le dio un beso de buenas noches y le susurro de forma dulce “y así será”. Se levantó de la cama de su hijo, apagó la luz y se fue, sabiendo que su hijo, jamás mataría a un dragón.

domingo, noviembre 08, 2020

La casa no está encantada

 

    La casa no está encantada. La casa no está encantada.

Quizá había sido un poco pronto para regresar a la casa de sus abuelos tras su fallecimiento. Había heredado aquella casona y necesitaba un sitio para vivir tras haber perdido el trabajo hacía unas semanas.

Su familia le había advertido de que era mejor venderla pues la vivienda en si misma, no era la más bonita: era antigua, sin calefacción de gas, con muchos muebles y lejos de la ciudad. Pero eran justo esas cosas las que él veía como un valor positivo en vez de negativo.

            El olor a cerrado junto con el vaho que desprendía su respiración hacía que se le empañaran las gafas, mientras que iba comprobando que las luces de la casa funcionaban. A pesar de llevar un abrigo de plumas, notaba el frío que debía colarse por alguna de las ventanas rotas que había visto al atravesar el jardín descuidado en estos meses.

            La imagen que tenía de sus abuelos justo era en el jardín, cuidando de sus plantas. Eran unas personas muy activas a pesar de su edad, se encargaban ellos del cuidado de su pequeña parcela, tanto de la casa como del jardín, y salían a correr todas las mañanas hasta la ciudad y volvían con algo de compra. Su muerte, había dejado trastocados a muchos de su familia, pero pensándolo fríamente, no dejaban de ser ya mayores. Era normal morirse.

            A pesar de tener esa forma de pensar, algo hacía que se le erizara la piel al comprobar el estado de su nueva vivienda. Casi todas las bombillas estaban bien, la cocina de gas parecía funcionar si la encendía, y la nevera y otros electrodomésticos parecían desgastados, aunque funcionales. Había un par de ventanas rotas, una de ellas en el dormitorio principal que daba a la parte trasera del jardín. Las telarañas se movían al son del viento de invierno que se dejaba pasar por los lugares donde el paso del tiempo había hecho mella acompañado del susurro del viento.

    La casa no está encantada. La casa no está encantada.

Al empezar a subir los escalones para ir hacia los pisos de arriba, empezaron a crujir debido a la presión, dándole la sensación que no aguantarían su peso. No llegaba a ceder pero si se abombaba lo suficiente para tener su cuerpo en tensión. No obstante, pensó, se podrían afianzar con un par de maderas y no habría problemas. Aquel piso era el que se usaba para las visitas, y junto con la buhardilla se usaba para guardar todos los trastos viejos, o que habían sido de sus hijos antes de que se independizaran.

La primera puerta que intentó abrir estaba cerrada con llave. No sabía exactamente a cual de sus tías pertenecía pero aún así, siguió adelante. El baño olía a mil demonios ya que al parecer, la última persona que lo había usado no había sido capaz de tirar de la cadena. Aunque al hacerlo parecía que las cañerías acabarían cobrando vida propia y motorizando toda la casa. Al menos funcionaban también.

Llegó a una de las habitaciones, en las cuales había una pequeña luz encendida en la mesilla de noche.  Intentó encender la luz de la habitación sin éxito y se acercó a la cama. Encima del pequeño mueble junto a la lamparilla había una pequeña fotografía en un marco de metal. Un pequeño escalofrío le recorrió el espinazo.

    La casa no está encantada. La casa no está encantada.

En ella, se veía a su padre, de joven, con una equipación deportiva. Sonreía, como solo los niños son capaces de hacer, con las rodillas manchadas de barro y el balón en las manos. Aún recordaba cuando a él le enseño a jugar también, las tardes que pasaron en el parque jugando juntos. Era de las pocas veces que podía verle con tranquilidad ya que siempre estaba trabajando. Nunca fue a verle a los recitales del colegio, ni cuando ganaron aquel torneo en el instituto. Los pequeños ratos que sacaban para hacer deportes juntos era de las pocas veces que recordaba haberle visto feliz, haberle visto sonreír casi como en aquella foto. Al final, fue el que tuvo que ir a verlo a él en su entierro.

            Dejó la foto en su sitio, sintiendo aún más frío que antes. Había poco polvo acumulado en la mesilla, y las sábanas eran las únicas que había visto cuando sus abuelos vivían allí. La persiana estaba echada y podía recordar las palabras de su padre de cómo había hecho algunos agujeros en la madera para que a una hora concreta del día, la luz del sol le diera justo en el cabecero de la cama. Se acercó a la ventana a inspeccionar cuando notó el frío tacto de una mano taparle la boca por detrás.

    La casa no está encantada.